Era domingo, al fin… no tenía que abrir el bar a ingentes horas de la mañana y podría dormir hasta que mi inconsciente se hartara de mí. No obstante, algo arruinaba la posibilidad de una paz absoluta. Aunque me encantaba dormir abrazado a Rebeca, la notaba mirándome fijamente, observando cómo dormía. Seguro que llevaba un buen rato. Siempre lo hacía. Recuerdo que una mañana de primavera, cuando descubrí aquel extraño hábito, me sobresalté al límite del infarto y no era para menos… abrir los ojos y encontrármela a un palmo y medio con aquella sonrisa de tonta enamorada. A esa distancia parecía tener la cara totalmente desfigurada, como en un espejo cóncavo.
Antes de abrir los ojos recorrí mentalmente mi apreciada biblioteca alejandrina en búsqueda de alguna frase romántica que seguro que podría utilizar en un momento en el que la lluvia de fondo masajeaba mis todavía ensoñecidas neuronas, en el que el calor de su cuerpo me deshacía en olvidos, en el que el olor de su aliento me instigaba a besarla y así, a descubrir mi dormir simulado… Nuestros cuerpos desnudos estaban engrasados por el sudor del otro, el interior del edredón era una auténtica sauna pero, a pesar de ello, cuanto más húmedo estaba todo más la sentía en mi interior. Tenerla pegada de esa manera era lo único que me hacía verdaderamente feliz.
Finalmente abrí los ojos y allí estaba ella. Distorsionada pero preciosa. Pude salir del paso elegantemente, cuando, después de que me dijera que nunca la abandonaría, hice uso del encabezamiento de un libro que su amiga del alma le había recomendado (a mí no, claro). El libro era como su autor, Théophile Gautier, es decir, curioso pero confuso por el hachís atragantado. Se entiende cuando es Lidia quien lo recomienda. Estarían hechos el uno para el otro: colgados en un mismo mundo de fantasía y podridos… él de cuerpo y ella de alma. A pesar de todo, había tenido que leer dicho libro junto a Rebeca, día tras día… Al principio, había sido muy duro pero a medida que comentábamos la historia, ésta adoptaba suavidad, sentido e interés. Habérselo citado en ese momento representaba matar tres pájaros de un tiro: por un lado, demostraba que valoraba a su amiga; por otro lado, demostraba que comprendía el romanticismo, el simbolismo y el modernismo; y por último, disolvía su sospecha de que todo ello no me interesara en absoluto.
El día transcurrió y pasada la mañana y el mediodía, me decidí. Iba a proponerle ir a ver una película que desde hacía semanas no podía quitarme de la cabeza. Había estado acumulando valentía para decírselo pues no tenía muy claro cómo podía justificarle que aquella película, más allá de los efectos especiales y un tema bastante comercial, tuviese un fondo o una sensibilidad propias de nuestro supuesto elitismo.
Ella estaba en el sofá leyendo mientras escuchaba música clásica, más bien prehistórica.
-Rebeca, una cosa.
-Dime, amor.
-¿A que no sabes qué podríamos hacer en un día tan hermoso como hoy?- dije con manifiesta ironía pues la lluvia y los truenos iba in crescendo…
-Sí, ¡claro! ¡Es ideal para ir a nuestro banco! ¡Podemos ir a la plaza con los chubasqueros!- ella saltó a mis brazos y me besó mientras no dejaba de sonreír, besándome así en los dientes.
No captó mi ironía. Realmente pensaba que era un día hermoso. Su ilusión, el sentido de su plan, el miedo de mi corazón… sin duda yo no podía hacer otra cosa que fingir tener realmente tal intención para una tarde de domingo.
Una vez en la plaza, en nuestro banco y con los chubasqueros color lima, miré disimuladamente la hora. Las 17:23. Calculé un tiempo razonable para poder plantearle regresar a casa. Supuse que con 40 minutos habría tiempo suficiente para olvidarnos del tiempo, justo lo que Rebeca decía siempre.
Vi que ella estaba observando hacia arriba. Su mirada vagaba justo en lo alto del campanario que entronizaba el centro de la plaza. Y ello lo hacía con la más absoluta serenidad, a pesar del ataque del cielo, de las millones de gotas de agua que bombardeaban su iris. En voz baja, para no ser brusco, le dije:
– ¿Sabías que tiene 33 metros del altura? Su constructor, Antoni Rovira i Trias, la hizo entre 1862 y 1864, ¿te imaginas cómo era el barrio por entonces? Un amigo mío que frecuenta el bar y que es profesor de historia en la Universidad, me explicaba que la campana estuvo sonando durante 6 días en 1870 cuando hubo el alboroto de las quintas. Estuve informándome y se ve que ¡una vecina la hacía sonar desde su tejado! Jajaja y eso no es todo. Con el fin de acallar la campana, las tropas del general Gaminde cañonearon, desde el plano de Barcelona, a varios quilómetros de distancia, lo que esto antes era un pueblo rebelde. Por ello la campana suena como agrietada…
Seguí con mis explicaciones durante algunos minutos más. De repente, por casualidad, miré a Rebeca esperando que estuviese mirándome o, al menos, mirando la campana, pero la descubrí mirando a otra parte. Miraba a un señor muy gordo que pasaba por delante del antiguo ayuntamiento. Era muy muy gordo. Llevaba un paraguas exageradamente grande. ¿Cómo alguien podía ir con aquello…y tan tranquilo? ¿No se daba cuenta que podría hacer daño a alguien? En una acera estrecha el paraguas acapararía la envergadura de ésta imposibilitando a otros transeúntes cualquier cruce o adelantamiento. Rebeca lo miraba con los ojos bien abiertos. No me extrañaba, yo también alucinaba. Era tan ridículo como gordo.
(…)
El frío empezaba a hacerse muy molesto. Rebeca parecía sentirse muy cómoda en el cálido feto de su mundo. Yo, mientras tanto, en el mundo real, me iba agrietando… No sentía apenas mi cuerpo, sobretodo aquellas partes no resguardadas. Me froté la cara con las manos con la esperanza de recuperar la conciencia sobre ella. Y así me descubrí con una expresión de enfurruñado. Era una especie de enorme arruga generalizada. ¡No podía ser! Estaba delatando mi disgusto por esa situación y yo sin enterarme…
Rebeca me había explicado que la primera vez que pudo observarme, en el vuelo a Londres del 2007, se sintió extrañamente cautivada por mi forma “humana” de fruncir el ceño. Desde entonces me fijaba en formas “inhumanas” de fruncir el ceño pero nada… lo más parecido que había encontrado se llamaba Vlad, el buldog de mi vecina.
Automáticamente, me ensimismé en aquel pasado. La intensidad de los recuerdos empezó a hacerme entrar en calor. En aquel tiempo mi problema era infinitamente peor que el frío invernal de ese domingo.
Recuerdo cómo estaba en el aeropuerto antes de partir. La ansiedad por lo ocurrido días atrás me obligó a dejar de respirar. Aguantaba la presión del aire en mi pecho lo cual me ayudaba a soportar la inseguridad de mi espíritu. Mi andar hacia la puerta de embarque era más bien un pavoroso chapotear hacia la orilla de un pantano, hacia la confortabilidad de la sequedad. El suelo era tan brillante que parecía que estuviera cubierto de una finísima capa de agua cristalina. Así, todo se reflejaba en el mármol sumergido. Y yo, pisándome los talones, huía de mí.
Me sentía profundamente débil, abatido. Me había despertado esa mañana como si me levantara de un KO de la final de boxeo de pesos pesados. Un despertar perdedor y doloroso. Tenía miedo a ese pasado y me sentía incapaz de mirar a los ojos al presente. Sabía cómo éste me iba a devolver la mirada y no me iba a gustar. Hubiera querido dejar en suspenso, exiliados en el Limbo, aquellos desgraciados recuerdos que quedaron traumáticamente marcados por aquel hierro candente procedente del mismísimo infierno. Pero no había posibilidad de detener todo aquel proceso. El mundo ansiaba devolverme la mirada…. y aunque intentaba pensar cómo escaquearme, mi sola presencia era un escándalo, un espectáculo de fuegos artificiales y gritos megafónicos. Viajando a Londres esperaba encontrar una tregua provisional, lo más parecido al olvido de la muerte. Aquello podía suponer el dormir menos vulnerable a la pesadilla.
Ocupé mi mente en una guía sobre la capital inglesa. Las imágenes de calles, costumbres y monumentos topaban violentamente con el recuerdo de lo ocurrido hacía pocos días. Intentaba ignorar aquellos accidentes mentales, pero a medida que transcurría el tiempo, mi mente se atascaba de chatarra. Rebeca nunca ha sabido que aquel día gesticulaba como lo hacía por el terrible suceso que había sufrido hacía sólo un lunes. Nunca le hablaría de ello, jamás lo explicaría a nadie. Mientras no inmortalizara con palabras lo sucedido habría esperanza de que mi propio mar de lágrimas, que había reprimido, se secara. ¿Quién me iba a decir que en el asiento de al lado se hallaba quien iba a evaporar mi mar hasta la última gota? Rebeca sería mi Sol y ella nunca lo sabría.
Me hallaba ya en mi destino. Mi intención era exprimir la capital inglesa, explorar sus rincones, conocer sus costumbres, visitar lo más emblemático… Y no sé cómo pero acabé en un antiguo pub viendo un partido de fútbol, animando eufóricamente al Arsenal, rodeado de seguidores que portaban sin excepción la camiseta roja de su equipo. Las jarras de cerveza no formaban parte del uniforme pero dudo que antes prescindieran de ellas que de sus pantalones. Recuerdo, al menos, que me trinqué cuatro jarras lo cual significó mi absoluta integración en esa peña. Gritaba e insultaba con la misma intensidad que los otros forofos, incluso tenía un estilo propio… muy español. Cerveza tras cerveza, sin saber una pizca de inglés, celebrando el partido ganado, recuerdo que pasé un gran rato. Cantaba al unísono un himno que había aprendido durante el partido. Reía catárticamente, estallaba en carcajadas, me ahogaba de cerveza entre abrazos con el que tenía a mi derecha, tipo que no siempre era el mismo. Creo que nunca abracé a tantos gordos hinchados como aquel día…
Aquella noche tuve un sueño al que secretamente siempre me he referido como el de la Armonía de los Dos Lados:
Me encuentro en un lugar oscuro, al aire libre pero a la vez subterráneo.
En un costado, una larga muralla de rocas
que se pierde hasta un altísimo techo que no puedo ver.
Parece el infierno que Dante escribe en la Divina Comedia.
Hay mucho magnetismo fluyendo en mi interior.
Ante mí: una especie de edificio fantasmal,
inconsistente, mágico y fluctuante,
construido de sueños e imágenes de vapor.
Tal edificio me arrincona contra la pared
pero no me ahoga, hay mucho espacio.
Podría flanquearlo si quisiera.
Lo único que puedo diferenciar
es una nevera-armario de apenas un metro de alto y con dos caras.
Es necesario abrir el otro lado para que el interior del lado oculto se transforme
sin que jamás pueda descubrirse su funcionamiento.
Todo en él es divino azar.
Cada vez que se abre la nevera-armario,
el interior es completamente diferente.
Diferente en organización y contenido.
Nuestra inteligencia nos da la libertad para escoger cuándo…
No puedo dejar de ir mirando lo que voy a encontrar.
Ello responde a la necesidad y a la fatalidad de sentirme vivo.
Con un amigo lo veo.
De pronto, en lo alto de aquel lugar,
aparece un conocido comandante del ejército,
en unas escaleras muy empinadas sin reposabrazos,
sobre el vacío muy claro, con mucha luz.
Es el fin de la penumbra que lo invadía todo.
El oficial baja por las escaleras
porque ha encontrado algo especial en la nevera-armario.
Me siento perdido.
Al principio soy torpe,
pero en cuanto tengo una visión general de lo que ocurre
me vuelvo enormemente poderoso.
Aquel sueño me descolocó por completo. Había sido todo tan tenebroso… sabía que ese armario-nevera era obra de un ser divino y escondía en su interior un secreto eterno. Nunca he creído en la relevancia de los sueños pero había algo en aquella pesadilla que un mero pellizco no podía hacer desaparecer. El sueño parecía completar, en cierta manera, lo pasado en ese fatal lunes en la Facultad de Historia. Sin embargo, no sabía cómo ni por qué.
Estaba en la habitación del “Bed & Breakfast” completamente estirado sobre la cama, mirando, a través del techo, el lejano infinito de mi inconsciencia. Temblaba aterrado, completamente en silencio, impotente, aplastado por la mirada de un mundo que aguardaba que me relajara para asestar su golpe fatal. Un segundo antes de derrumbarme exploté de rabia y rebeldía contra ese maldito determinismo y gritando golpeé, con el lateral del puño cerrado, el colchón de la cama. El destino inauguró oficialmente mi ocaso porque con lo que se encontró mi puño no fue con el blando colchón sino con el inadvertido y duro mando de la TV. El impacto fue muy doloroso. Llegué a temer una seria lesión pero no, tan sólo emergió un gran moratón. Aquel mando era una señal que la burlona Providencia desplegó ante mí. Sin pensarlo, cogí la señal y la hice estallar contra la pared.
Salí de aquella casa sin despedirme de la dueña, una anciana adorable sólo diez minutos al día. Todavía no los había consumido y no lo hubiese podido soportar con talante inglés. Estaba ya en la calle. El día estaba cubierto por oscuros nubarrones. No hacía viento pero hacía frío. Estuve paseando un buen rato, bordeando el Tamesis, hasta que me topé con el Tate Modern Museum. Una gran tela que se despeñaba sobre la fachada anunciaba la exposición “Dalí & Film”. Nunca me había interesado el surrealismo pero aquel viaje era un paréntesis que dejaba a parte toda mi cotidianidad.
Me puse las gafas de media dioptría por lente y entré en la exposición. Estuve hora y media mirando aquellos extraños cuadros. Me sentía fuera de lugar. Me peleaba conmigo mismo buscando una posición cómoda para observar: con las piernas bastante separadas, con los pies bien juntos, sobre un pie, con el tronco recostado hacia atrás, etc. Imposible, los cuadros seguían siendo impenetrables. Opté por sentarme en unos mullidos asientos que habían en los centros de la salas. Durante tal descanso me percaté de cómo los demás turistas gestionaban su visita. Casi todos leían el título del cuadro antes de clavar la mirada en él. Había quien sólo miraba el cartel y sólo vi a uno que sólo miraba el cuadro. Era un chico bajito y ancho, muy rubio. Vestía de blanco muy elegante y parecía realmente interesado en aquel arte pues los minutos acontecieron de diez en diez y aquel chico seguía con el mismo cuadro. Tan sólo ajustaba su posición cuando otros observadores se interponían en su visión.
En general, lamentablemente, se daba una especie de fenómeno “cinta corredera”, es decir, los visitantes no ajustaban el tiempo de observación a la particularidad de cada cuadro. Iban pasando por los cuadros, muy a poco a poco, pero a velocidad constante. Y así pasaban al óleo colindante. Era como si cada obra no ofreciera un vínculo especial con el observador. Me pareció un claro síntoma del vacío de significado de aquellos cuadros. Muy hermosos y curiosos pero no suscitaban nada interesante. Aquel suceso había reforzado mi postura en contra del surrealismo.
Justo cuando iba a levantarme advertí a mis espaldas una impresionante pelirroja de cabello largo y ondulado. Tenía descubiertos los hombros, redondos y rosados, y lucía gran parte de su estrecha espalda. No es que no hubieran chicas, todo lo contrario, me sorprendió la cantidad de bonitas féminas que desfilaban por ahí. Pero aquella me pareció especialmente atrayente. Imagino que fue la delicadeza de sus formas vistas desde atrás. Y no sé cómo pero la chica se hizo consciente de mi interés por ella. Fue el final de ese paisaje angelical: empezó a rascarse la cabeza e inmediatamente pensé que tenía piojos. Pensé en la cantidad de circunstancias en las que eran posible la aparición de aquellos parásitos, lo cual relativizaba que aquella preciosidad tuviese la cabeza poblada. No obstante, pensé en el valor social que denota alguien con esos bichejos y, aunque era una mera convención, era de considerar porque me parecía algo básico para moverse por el mundo. Finalmente, por algunos detalles, comprendí algo muy triste y es que aquella chica se aprovechaba de aquel código popular. Entendí su función comunicativa: la pelirroja no tenía piojos y quería que no me acercara. Comprendiendo aquello me levanté y seguí paseando hasta que descubrí algo absolutamente desquiciante: “Destino”, el título de una película de Dalí encargada por Walt Disney. Una vez más, la conspiración del mundo. Entré a videar aquel film. La experiencia de su visionado fue tremendamente confusa… fue todo tan irracional… salí ensoñado y como mareado, seguro de no poder caminar en línea recta. Después de lo que me parecieron años, llegué, sin querer, al bar del museo.