Para comprender lo que pretendemos exponer es preciso retroceder a la posguerra española de 1936/39. Son muchos años y los que tienen la suerte de poder retroceder y recordar ya han cumplido más de ochenta años. Aquellos años fueron muy malos en todos los sentidos: hambre, enfermedades y miserias. Había lentejas que no tenían fecha de caducidad pero lo que sí tenían era mucha porquería y la más detestable era unas piedrecillas -que por mucho hervir seguían conservando su origen mineral- que podían destrozarte los dientes si atacabas las lentejas con mucho entusiasmo. Ante el problema, el remedio casero se puso en marcha en todas las familias: a la cabeza de la operación estaba la madre auxiliada por abuelos y otros miembros menores, excepto el padre, que sólo se reservaba su derecho a comer. Se hacían unos motoncitos de la legumbre en bruto encima del hule de la mesa del comedor y se separaban las piedrecillas de las lentejas. A pesar de la atención que se ponía, siempre escapaba alguna piedrecilla perfectamente camuflada de forma lenticular y ésta era la más peligrosa porque te podía partirte un diente. La madre daba el último repaso a la operación de limpieza antes de ponerlas a remojo, por consiguiente ejecutaba la operación última, la que podríamos llamar hoy “de supervisión”, que quiere decir de visión máxima, como la del lince leopardo. Hasta aquí lo que hemos conseguido es un plato de lentejas que bien adobadas podían ir sustentando a la familia. ¿Pero qué hacemos con las piedrecillas que hemos separado?
El fin último era el basurero.