*Cuento de ciencia ficción escrito en el 2001
La Tierra. 20 de Diciembre de 4048 d.C.
Diferentes imperios dominan toda la Galaxia.
La Humanidad es una de ellas y se encuentra en guerra con otra civilización.
Lewik Scoth es un diplomático con máximo poder ejecutivo,
especializado en negociaciones entre civilizaciones.
No quise repudiarlo, pero lo hice… me acababan de informar que mi viejo compañero de viaje interestelar, con quien había recorrido millones de años luz de antimateria más allá de la periferia imperial, se había convertido en un desdeñoso sicario. Me temo el porqué. La guerra no llegaba a su fin y cuando parecía acabar acometía con más violencia. El fragor del pasado me anegaba el cuerpo de odio, sin embargo a medida que transcurría el tiempo podía sentirme valiente y con fuerzas para lo que fuera. La guerra no podría acabar conmigo, la muerte no la aceptaría jamás, a no ser que me atasen en una nave de las fuerzas del Imperio Galáctico en lo más alto de la cofa norte y utilizaran todos los nervios de mi cuerpo para poderme columpiar debidamente.
Decidí bajar al piélago. Necesitaba reflexionar y no había tiempo. Quería llorar y tampoco tenía tiempo. Quería entrar en contienda con el mundo ventrílocuo pero no había tiempo. Fijé la vista un instante. ¿Dónde? No sabría decirlo, la incertidumbre era importante. El mar. El celoso mar que me atisbaba con orgullo. Éste ansiaba serlo todo: agua, aire, tierra y fuego. Con su agua cristalina se podía apreciar la arena glauca y raramente tersa. Además, en pleno invierno reposaba como un lago y parecía un espejo puesto en horizontal, lábil, superpuesto al fondo de arena. El agua reflejaba un cielo de atardecer, invernalmente abrasador, demasiado rojo, tan rojo como el fuego. Aquel cielo teñido de mala sangre auguraba, muy a lo lejos, en el límite del horizonte, miles de kilómetros de suelo desquebrejados y el infierno conquistando la superficie de una vez para siempre. Así pues, el mar había conseguido concentrar en una sola mirada el paraíso y el infierno, el mar y el cielo, la belleza y mi desesperación. ¡Estaba el mar tan orgulloso de ello! ¡Lo había conseguido! ¡Lo era todo!. Tenía la absoluta certeza de que si algún insensato intentara romper con una simple piedra esa perfección, el mar desobedecería cualquier principio universal y la piedra lanzada reaccionaría en el agua como si impactase en un mar de cemento. De lo contrario, mi decepción me mataría. ¡Piedra maldita! Sigue leyendo