Neuw, pedúnculo de la existencia

 La Tierra. 20 de Diciembre de 4048 d.C.

No quise repudiarlo, pero lo hice… mi viejo compañero de viaje interestelar, con quien había recorrido millones de años luz de antimateria más allá de la periferia imperial, se había convertido en un desdeñoso sicario. Me temo el porqué. La guerra no llegaba a su fin y cuando parecía acabar acometía con más violencia. El fragor de antaño me anegaba el cuerpo de odio, sin embargo a medida que transcurrían esperadísimas calendas podía sentirme valiente y con fuerzas para lo que fuera. La guerra no podría acabar conmigo, la muerte no la aceptaría jamás, a no ser que me atasen en una nave de las fuerzas del Imperio Galáctico en lo más alto de la cofa norte y utilizaran todos los nervios de mi cuerpo para poderme columpiar debidamente.

Decidí bajar al piélago. Necesitaba reflexionar y no había tiempo. Quería llorar y tampoco tenía tiempo. Quería entrar en contienda con el mundo ventrílocuo pero no había tiempo. Vanidoso tiempo. Siempre necesitando y queriendo sentir lo que no comprendía.

Fijé la vista un instante. ¿Dónde? No sabría decirlo, la incertidumbre era importante. El mar. El celoso mar que me atisbaba con orgullo. Éste ansiaba serlo todo: agua, aire, tierra y fuego. Con su agua cristalina se podía apreciar la arena glauca y raramente tersa. Además, en pleno invierno reposaba como un lago y parecía un espejo puesto en horizontal, lábil, superpuesto al fondo de arena. El agua reflejaba un cielo de atardecer, invernalmente abrasador, demasiado rojo, tan rojo como el fuego. Aquel cielo teñido de mala sangre auguraba, muy a lo lejos, en el límite del horizonte, miles de kilómetros de suelo desquebrejados y el infierno conquistando la superficie de una vez para siempre. Así pues, el mar había conseguido concentrar en una sola mirada el paraíso y el infierno, el mar y el cielo, la belleza y mi desesperación.  ¡Estaba el mar tan orgulloso de ello! ¡Lo había conseguido! ¡Lo era todo!. Tenía la absoluta certeza de que si algún insensato intentara romper con una simple piedra esa perfección, el mar desobedecería cualquier principio universal y la piedra lanzada reaccionaría en el agua como si impactase en un mar de cemento. De lo contrario, mi decepción me mataría. ¡Piedra maldita!

En una semana ya me encontraría en la capital de la Galaxia después de un viaje angosto por la guerra. Maldecía tener prohibido mi intervención en la guerra. No era competencia mía, decían. Pero mi planeta también era potencialmente blanco para las ondas de iones, protagonistas de las más vastas devastaciones, capaces de desintegrar sistemas planetarios o de crear agujeros negros en puntos estratégicos. Como Ejecutor General del planeta Tierra sí que me incumbía. Tanta negligencia… todos eran los guijarros con ansias de acabar con la belleza del mar. Todos eran guerreros.

A pesar de todos los avisos de no-intromisión, había conseguido infiltrarme mediante el fraude en un grupo de «elegidos», todos a su vez voluntarios, para emprender un viaje sin retorno a la capital del Imperio enemigo. ¿Con qué pretexto? Nadie había informado de nada, ni tan siquiera se habían parado a despedirnos. Tampoco me importaba mucho.

Durante el largo viaje, siempre escoltados por naves aliadas hasta el espacio fronterizo donde naves enemigas relevaron a los nuestros, confraternicé con una hermosa joven, repleta de ambigüedades, de pelo exageradamente hosco, su sonrisa venusta y sus ojos… Sus gestos sagaces rebosaban de gracia y sí, en efecto, estaba enamorado. Ella supongo que también, no sólo era sexo.

-¿Qué haces Estela?-pregunté. Ella rebuscaba algo debajo de la cama.

-Mi guitarra, Lewik, no la encuentro.

A partir de ese momento, tristemente tan trivial, empezamos a conocernos e indagar en nuestras vidas. Yo siempre me mostré prudente y mentí en todo momento, nadie podía interferir en mi empresa. Estela era músico, viajaba con toda su banda, la cual me había pasado inadvertida. Según me dijo se pasarían todo el viaje en el módulo de éxtasis. Me hizo mucha gracia. Ella estaba convencida de que con su música simpatizarían con la civilización y eso relajaría tensiones. ¿Entre dos imperios galácticos? Vaya… qué cosas. No los dejarían tocar ni un acorde. Desde aquel día Estela decidió enseñarme a tocar la guitarra.

-No, así no, muy mal- decía ella respecto a mi música.

-Qué sabrás. Pues me gusta cómo suena y no hay más que importe.- Siempre acabábamos riñendo…

En menos de tres horas nos acoplaríamos en algún puerto estelar de las entrañas de Neuw, un planeta hueco y capital del imperio enemigo. Estela estaba excitada, como todos. Sin poder reaccionar a tiempo, vi como desfallecía y caía al suelo. Pasó una hora, luego despertó toda lacia.

-No es nada, desde pequeñita que me sucede esto. No hay manera de preverlo,  siempre es lo mismo.

Me explicó que muchas veces empezaba a sentir, sin más, un calor especial en la nuca y que ésta se hacía gradualmente más intensa hasta percibir algo que describía como rayos de energía que le invocaban una melodía reminiscente, muy misteriosa, y que no lograba separarla de su fondo distorsionado. ¡Vaya cruz! La pobre estaba toda turbulenta, sin poder apartar su mirada desazonante de la mía, mientras me agarraba la mano… no sé cuál.

Pasado un mes me encontraba en un gran salón, fofo aunque ahogado de mosaicos semblantes a lo que sería el mundo islámico. No era coincidencia. Desde mi poltrona departía con el emperador enemigo. Se retractaba a cada afirmación, una tras otra. Vaya inseguridad mostraba.. encima enojado, según él, por mis intervenciones ripias. No forcé la situación y pedí vista para la semana siguiente. Necesitaba analizar la situación. La idea de razonar directamente con él me parecía una pérdida de tiempo. Pertenecíamos a civilizaciones casi contrarias en cuanto a  valores.  Me alejé del palacio imperial, probablemente el más extraordinario del universo. Ya desde el exterior cientos de cúpulas invertidas de cristal rosado mostraban una flor colosal de pétalos esponjosos. Y su interior, con apariencia de tallo, dedicaba la mitad del hueco del planeta. Muchos por envidia les declararían la guerra.

Caminaba por el centro de la capital, tropical, de cielo azafranado y sus plazas tan acogedoras llenas de gente sin prejuicios… bueno eso sería sin guerra… con guerra lo llamaban tolerancia. Bajé por la avenida principal inundada de mesones de dos plantas, de piedra oscura, muy tentadores, sin embargo renegaba de toda relación y continué mi descenso cada vez más pronunciado sobre las baldosas rectangulares blancas.

Éramos tratados como civiles autóctonos. Estela, después del susto, ingresó en el Hospital Imperial donde le realizaron pruebas. Había ido a buscarla, al fin le daban el alta. En aquel momento ella estaba reunida con todos los médicos para determinar el diagnóstico. Me aburría en la sala de espera y no podía dejar de pensar en las palabras del emperador. Que si no conseguiría nada, que mis intenciones eran claras. Recuerdo aquellas palabras:

-Todo no puede ser, Ejecutor Lewik Scoth, compréndalo, uno no puede bañarse en la orilla mientras otros pescan.

Yo, naturalmente, repliqué con soberbia:

-No temo a los anzuelos, Emperador.- Y él, siguiendo su línea de contradicciones, aceptó lo que venía al caso.

La espera se alargó y, sin aguantarlo, quise esperarla fuera. Me apalanqué en un el pilar del pórtico. Alcé la cabeza.  ¡Aquel sol me pareció muy agradable! Pero a pocos pasos un perro atado en otra columna no dejaba de gemir, seguramente por el calor con que su pelaje podría ampararle incluso del clima de Plutón. Disimuladamente me interpuse entre los haces de luz y el pobre animal. “Soy consciente y libre para sostenerme en tal situación y quiero ahorrarle un mal trago”, pensé.  De improviso Estela me asedió y del sobresalto casi pisé al perro. Como hacia siempre, no paró de reír hasta que la besé. Una cosa estaba clara, ella sonreía después de la reunión. Buena señal.

Por fin, con su guitarra Estela tuvo la increíble oportunidad de deleitar al denso parnaso local. Muy apropiado para sus fines. Sus ojos oscuros transmitían intensa felicidad. Tras salir del hospital era la esperada concertina de la tarde. Todos asistieron, todos en un ambiente de albedrío comunero. El concierto se organizó al aire libre y desde el escenario los espectadores disfrutaban de la comodidad de cientos de mesas en forma de media luna, del aroma exquisito y el tacto sensual de la arena bermeja. Y mimados tiernamente por cientos de alcobas cilíndricas leonadas  El acuerdo de aquella maravillosa escena era tan sincero que el cielo y sus nubes se habían mutado en un surrealista friso de figuras de tonos insólitos.

-Ha llegado la hora. Mucha suerte.- le deseé en el proscenio.

-Muchas gracias -rió- Quiero verte durante todo el concierto, si no las musas me abandonarán y…¡acabaré representando alguna canción tuya!

-Muy aguda, tendré en cuenta el comentario.-dije sonriendo- No les hagas esperar un minuto más.

De repente, Estela enrojeció y empezó a sudar. Otra vez la sensación tan extraña. Vaya momento. Sin embargo no perdió la conciencia. Estaba aturdida sin decir nada, sin escuchar mis palabras, seguramente luchando contra su particular tortura, muy mística. De golpe se reincorporó, cogió la guitarra,  me dedicó una especie de ademán que no acabé de entender y me susurró:

-Ya distingo…

Luego me dio un beso en la mejilla y salió al escenario. Permanecí en la misma posición pensando en las ultimas palabras de Estela hasta que escuché la primera nota que eligió y dedicó al imperio enemigo, algo que empezábamos a olvidar. Fa sostenido. Dos minutos después me encontré sentado en una de las mesas, justo delante del escenario. El mundo escuchaba con total dedicación la guitarra de diez cuerdas. Iba acompañada de otros músicos que se preocupaban de la percusión y la tuba. El sonido parecía prorrumpir de cada átomo de mi cuerpo y de repente algo comprendí.

En realidad comprendí al universo en su total complejidad. La felicidad era desbordante, el momento inefable. Ni la madre que se reencuentra con su hijo perdido, ni el aventurero que descubre un nuevo planeta, ni el bienaventurado que contempla a Dios, ni el beso de un amor platónico, ¡nada podía ser tan placentero y realizador! Sabía que la existencia había llegado a su plenitud, sabía que aquel mundo y todos los mundos habían despertado, ¡habían cobrado vida! O mejor dicho nosotros éramos los que habíamos despertado, nosotros disponíamos al fin de la sensibilidad trascendente para el momento también trascendente. Y cada uno de nosotros se sentía involucrado en la naturaleza. La melodía… al fin Estela podía fundirse en aquella enigmática melodía… el pedúnculo de la existencia.  La existencia era tan feliz, sentía tanto amor que no podía soportar la idea de que esa perfección alcanzada pudiese cesar y por ello prefería dejarse seducir, dejarse llevar, sentirse libre. Luego toda desmoralizada y perezosa se negaría a dedicar su tiempo a ser, a ser existencia.  Magia, felicidad, sensaciones, amor: aquel era el objetivo, la razón de la existencia. Liberado de todo lo opresor, fluyendo la belleza en todas sus formas, sin ninguna inquietud, ni ambición, ni objetivo. Y nosotros solamente con aquel sentimiento de plenitud y de saber que nada podía defraudarnos y que cada instante acontecería de la mejor manera imaginable.

Sin embargo Estela dejó de tocar su instrumento…

Ciertamente, aquel fin podía justificar cualquier medio.

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