Había una vez un niño de 4 años que se llamaba Jaime. Jaime era un niño ciego y vivía en la ciudad más bonita del mundo.
Cuando Jaime iba a jugar al parque, sus amigos le explicaban cómo de bonitas eran las flores.
Un día, Alfonso, el mejor amigo de Jaime, le dijo al ver un rosal repleto de rosas:
– Jaime, mira, aquí, ¡hay una rosa de color muy rojo!
– ¡No la veo!, nunca he visto nada rojo, ¿cómo es el color rojo?
– Pues es un color caliente, ¡muy caliente!
– ¿Y qué olor tiene?
– Toma, huele…
Entonces Alfonso le acercó la rosa a la nariz y Jaime respiró muy profundamente hasta que dijo:
– ¡Ya sé cómo es el color rojo!
Al día siguiente, la madre de Jaime estaba en casa preparando chocolate caliente y Jaime le preguntó:
– Madre, ¿de qué color es el chocolate?
– Jaime, hijo, si no puedes ver no puedo explicarte cómo es un color
– Pero madre, ¡si ya sé cómo es el color rojo!
– ¿A sí? ¿Y cómo es?
– Es caliente y hace muy buen olor, ¡como una rosa!
– ¡Muy bien, hijo! Pues bien, el chocolate es marrón, suave y hace un olor diferente a la rosa. Hace este olor –entonces la madre de Jaime le dejó probar un poco de chocolate caliente.
-¡Ya sé cómo es el color marrón!
A la mañana siguiente hacía un día de mucho sol. Jaime estaba en el patio del colegio y fue a la fuente a beber agua. Después de beber se puso muy feliz y le dijo a Alfonso, su mejor amigo:
– ¡Alfonso! Ya sé de qué color es el agua.
– ¿Sí? A ver si lo aciertas, ¿y de qué color es?
– No tiene color, ¡es transparente!
– ¡Muy bien, Jaime! ¿Cómo lo sabes si no puedes ver los colores?
– ¡Pues porque no tiene ningún olor ni ningún sabor!
A partir de ese día, Jaime creció y creció, y se convirtió en el mejor cocinero del mundo, el mejor chef, ya que nadie había preparado platos tan sabrosos y originales.
Era la única persona que había aprendido a ver colores en el comer y el beber, y cuando cocinaba los manjares más buenos del mundo se imaginaba pintando cuadros preciosos. Por esa razón, Jaime fue un pintor que pintaba comida, fue un cocinero que cocinaba colores.