La inmensa mayoría, cada uno en su medida y según su disposición, siente odio por algo o por alguien, al menos en algunos momentos o situaciones de la vida. Este odio es uno de los síntomas de nuestra imperfección y puede identificarse, sobretodo, con el pecado de la ira.
¿Se puede odiar justificadamente? Según las circunstancias, parece ser que sí. Sin embargo, el ego, entendido como nuestro yo orgulloso y colmado de pecados, que parece que justamente tiene su derecho a reivindicarse, impide comprender algo subyacente.
Aquel que es malo, que odia, que transmite maldad, que busca el daño de los demás, padece en sí mismo el peor de los males: el infierno interior.
Conscientemente, esto se entiende como un estado anímico de malestar grave y, a un mismo tiempo, agudo. Es un profundo sentimiento de insatisfacción e inarmonía consigo mismo y con el entorno. Inconscientemente, esto se entiende como lo que ocultamente decide por nosotros. Esto compromete al yo pues representa un impedimento para afrontar libremente las ocupaciones del alma.
De la misma forma: el descontrol, el nulo conocimiento de mis miedos, mis caprichos, mis límites, mi incapacidad para adaptarme al cambio, a lo inesperado y a lo imposible, hacen de mí un ser que no es, un ser superficial no liberado del ego que exilia mi verdadero ser. De hecho, mi falta de capacidad de transformación es mi estancamiento y, en muchas ocasiones, es mi fuente de odio para y hacia los demás.
Jalaud Din Rumi escribió en el Masnavi un capítulo titulado Hasta que el hombre no destruye el “ego” no es un verdadero amigo de Dios y dice así:
Una vez un hombre llegó y llamó a la puerta de su amigo.
Su amigo dijo, “¿Quién eres, Oh fiel?”
Él dijo, “Soy yo”. Su amigo respondió, “No hay admisión.
No hay lugar para el “crudo” en mi fiesta bien cocida.
¡Nada sino el fuego de la separación y la ausencia
puede cocer al crudo y librarle de la hipocresía!
Puesto que tu “ego” aún no te ha dejado
debes arder en feroces llamas.”
El pobre hombre se alejó, y durante todo un año
viajó ardiendo de dolor por la ausencia de su amigo.
Su corazón ardió hasta que estuvo cocido; entonces regresó
y se acercó a la casa de su amigo.
Llamó a la puerta con miedo y turbación
de que alguna palabra descuidada pudiera caer de sus labios.
Su amigo gritó, “¿Quién está en la puerta?”
Él respondió: “¡Eres Tú quien está en la puerta, Oh Amado!”
El amigo dijo: “Puesto que éste soy yo, déjame entrar,
no hay lugar para dos “Yos” en una casa.”
El poder del amor
El amor juega un papel clave a la hora de pretender comprender -y ayudar- al odioso. Compadecerse de alguien así estando uno mismo en condiciones tan débiles, como causa la susceptibilidad de abrirse de corazón, es complicado si el ego está por el medio porque, por éste, se tiende a pensar en uno mismo y no en la desgracia del odioso.
El amor permite adentrarse en el otro, percibiendo su angustia, su infierno. Esto no significa que el otro quiera nuestro amor. El amor permite conocer al otro, en la medida de lo posible, por lo que sensorialmente puede percibirse, ya sea a través de los sentidos (sus gestos, su olor, su voz rasgada, sus rasgos), ya sea a través de la antipatía que inspira o de sus palabras destructoras, etc.
Esto, logrado con amor incondicional, permite sintonizar con el odioso. Dedico unos versos que espero que sean reflejo del fenómeno del poder del amor en relación a su acceso transparente al ser. La situación es la siguiente: El filántropo junto al odioso. El filántropo se introduce en -o deja que se introduzca en él- el ser interior e infernal del odioso y llora, profundamente desesperado, la desgracia de su acompañante -el odioso- quien, entretanto, no deja de asaetar al buen filántropo con burlas hostiles, crueles, buscando así su mal.. Y así el filántropo expresa, en primera persona, su experiencia:
Lloro por su desgracia,
no dejo de derramar lágrimas,
de pena, de compasión.
La tragedia vivida por mis sentidos y mi entendimiento
es vista por el odioso
como la muestra de su triunfo.
Y ante ello se jacta. Porque ha ganado la guerra.
Sin embargo, algo arruina sus carcajadas.
Lloro y,
desde mi amor,
hago la guerra, su guerra pírrica.
Justifico,
con máxima atención a mi interior dolorido,
mi tragedia.
Y a cada palabra jadeante,
al odiado se le añade una nueva expresión de terror.
La autocompasión que siempre se había negado,
que había sufrido, al menos,
en la más íntima soledad,
en la oscuridad y en la vergüenza,
está siendo ahora explicitada, con la sinceridad más indudable,
con la elocuencia más cegadora.
Estos últimos versos muestran un ejemplo del poder del amor y es totalmente extrapolable a cualquier objeto que quiera conocerse. Intuitivamente puede concluirse que mientras hay amor hay acceso al ser y, por lo tanto, saber[1]. En mi opinión, el amor hace al sabio infinitamente poderoso y ello produce importantísimas transformaciones[2] por derredor suyo y no sólo en su pensamiento.
Por supuesto, todo esto supone recorrer un camino angosto que empieza en la propia cotidianidad. En este entorno, un atento examen de uno mismo desvela enseguida la cantidad de imperfecciones a ir trabajando con sabiduría, paciencia y predisposición a aprender de los errores. Que por cierto, imperfecciones que nos parecerán no tener mucha importancia. He aquí la dificultad y la soledad del camino.
Y quiero concluir este post con un relato de Gibran titulado El astrónomo:
A la sombra de un templo, mi amigo y yo vimos a un ciego sentado solo. Mi amigo dijo:
-Mira ahí al hombre más sabio de nuestro país.
Dejé a mi amigo y me aproximé al ciego, lo saludé y conversamos. Después de un tiempo le dije:
-Perdona mi pregunta, pero ¿desde cuándo eres ciego?
Respondió:
-Desde mi nacimiento.
Dije:
-¿Qué sendero has recorrido para llegar a la sabiduría?
Me respondió:
-Soy astrónomo.-Puso la mano en el pecho y agregó-: Observo todos esos soles, y lunas y estrellas.
[1]De hecho hay estudios científicos en los que se han mostrado indicios de que cuando se ama nuestro cerebro funciona utilizando más su potencial con lo que aumentan las capacidades cognitivas.
[2] No en el sentido de Karl Marx sino en el sentido de que cuando cambiamos, el mundo lo hace con nosotros.