«Lo que consideramos evidente depende y tiene demasiado que ver con nuestra educación, nuestros prejuicios y nuestra cultura para ser una base fiable de lo que es razonable»
A. Chalmers
En este post exploraremos la relación entre conocimiento (supuestamente objetivo) y la vida humana en sociedad. En posts anteriores hemos visto que estamos lejos de ser personas netamente racionales puesto que conservamos nuestra animalidad hasta en aquellas circunstancias que parecerían puramente racionales. Ahora veremos que nuestra pretendida libertad a la hora de juzgar el mundo está limitada por algunos efectos negativos de vivir en sociedad. El científico revolucionario tendrá que ser capaz de estar por encima de la presiones de grupo lo que esto se traducirá en, por ejemplo, no necesitar depositar su confianza en manos ajenas. ¿Un buen ejemplo? Copérnico.
Y es que en el día a día vivimos con otras personas en una gran superestructura que llamamos sociedad. De la misma forma que en los grupos de primates hay jerarquías y, por lo tanto, estatus (a respetar o desafiar), a nosotros nos pasa exactamente lo mismo: vivimos con otros siempre en severa jerarquía donde el dominante lo defino, muy cercano a Hobbes y Weber, como aquel que garantiza la “seguridad” de un “territorio” al persuadir a la mayoría de estar por encima de sus competidores. Dada la multidimensionalidad de la vida humana ahora el dominante no es el más fuerte sino que ahora la ansiada sensación de seguridad la transmite también el dinero, la inteligencia, el poder político… y lo que nos interesa, el conocimiento.[1] Así pues, el conocimiento científico, entendido éste como producto socio-cultural por consenso entre expertos, también implicará una estricta jerarquía con dominantes respetados (reconocidos e incuestionados) que liderarán la compleja estructura del paradigma imperante.
Así, defenderé la hipótesis de que un científico excelente y revolucionario (en este post me referiré a los intelectuales en general) se verá limitado, incluso perjudicado, por determinadas prácticas típicamente sociales como es la práctica investigadora en equipo. Para empezar, el desafío al dominante implicaría la osadía de socavar la seguridad intelectual de todo un colectivo lo que es violento en sí. Por ello, de pertenecer a este colectivo (de una forma más o menos íntima) este desafío supondría el gran inconveniente de producir la incomodidad de aquellos que uno considera sus colegas (y, en cierta manera, sus iguales). Así pues, ¿Hasta qué punto el inconsciente no conduciría al individuo perteneciente a un colectivo a conclusiones que pudieran perjudicar, por ejemplo, el seguir sintiéndose seguro intelectualmente o socialmente? Más adelante leeremos en Collins otra gran desventaja de pertenecer íntimamente a un grupo y es que el individuo tiende a adoptar el pensamiento del grupo (lo que podemos suponer que disminuye las probabilidades de encontrar a un intelectual creativo capaz de desafiar el paradigma dominante).
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